martes, 3 de diciembre de 2013

"CONTINUIDAD DE LOS PARQUES"

Continuidad de los parques 
Autor: Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios 
urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar 
lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir 
una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió 
al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. 
Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como 
una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra 
vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin 
esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó 
casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo 
que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo 
del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los 
ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por 
la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y 
adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. 
Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el 
chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él 
rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, 
protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra 
su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las 
páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde 
siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo 
retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era 
necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir 
de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso 
despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a 
anochecer. 
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la 
puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda 
opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, 
parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del 
crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. 
El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. 
Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: 
primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos 
puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y 
entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de 
terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela. 

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