El
milagro secreto
Jorge
Luis Borges
Y
Dios lo hizo morir durante cien años
y
luego lo animó y le dijo:
-¿Cuánto
tiempo has estado aquí?
-Un
día o parte de un día, respondió.
Alcorán,
II, 261.
La
noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la
Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa
tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un
examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con
un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias
ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie
era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era
enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una
torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de
las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la
impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un
desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del
ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la
lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime,
cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el
amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en
Praga.
El
diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo
diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo
condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del
Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su
apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio
sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una
protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher
Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de
esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor;
ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas
manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su
especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica
bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y
dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se
fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya
importancia apreciará después el lector) se debía al deseo
administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales
y los planetas.
El
primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo
hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero
que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto
puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias
concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias:
absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba
infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la
misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió
centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos
fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en
número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde
muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero
coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos
pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía
a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la
realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa
infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste
suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran,
rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran
proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún
modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se
precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta:
Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y
seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches
de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse.
A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo
redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho,
cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió
de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.
Hladík
había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de
muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura
constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los
otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran
por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a
la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes
de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido
esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher
Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos
deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer
volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres,
desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de
Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos
del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita
la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola
"repetición" para demostrar que el tiempo es una
falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que
demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta
desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas
expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una
antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los
heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse
Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el
verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que
es condición del arte.)
Este
drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción;
transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt,
en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera
escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un
reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los
cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música
húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las
personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de
haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo
halagan, pero es notorio -primero para los espectadores del drama,
luego para el mismo barón- que son enemigos secretos, conjurados
para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas
intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a
un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor.
Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los
peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la
obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el
último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que
parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el
hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha
atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera
el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara.
Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció
en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin
asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable
Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que
interminablemente vive y revive Kubin.
Nunca
se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era
baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he
bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus
defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar
(de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya
el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de
la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los
hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban
dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la
oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus
repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para
llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte,
requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los
siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez
minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.
Hacia
el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la
biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le
preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El
bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las
páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis
padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he
quedado ciego, buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio los
ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este
atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al
azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó
una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu
labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.
Recordó
que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha
escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son
distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos
soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.
Del
otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de
galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica:
bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios
soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban una motocicleta
y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta
y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík,
más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña.
Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para
aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no
fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio
que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban
en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró
recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...
El
piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del
cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara
maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos
pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares
de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes
de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó
la orden final.
El
universo físico se detuvo.
Las
armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo
estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán
inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra
fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un
grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba
paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo.
Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó
el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también
se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió
(sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio.
Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló
comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni
siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un
plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo.
En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la
abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de
dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík
entendiera.
Un año
entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le
otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto:
lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su
mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la
orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la
resignación, de la resignación a la súbita gratitud.
No
disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada
hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no
sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No
trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias
literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el
tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces.
Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas,
la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió,
amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a
querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban
modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que
las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras
supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra
escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le
faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de
agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la
cara, la cuádruple descarga lo derribó.
Jaromir
Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de
la mañana.
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